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CAPÍTULO I

     Aún me dolía el pómulo cuando me rozaba la cara para colocar el pelo tras la oreja. Estaba evadida por los pensamientos que me atormentaban. Temía ver el rostro de Alex de nuevo. La sala era amplia y fría, como el escenario de un funeral en pleno invierno, y las láminas de madera, que precedían al estrado, tapizaban la pared del fondo y resaltaban la figura simbólica que aparecía estampada en una de las banderas.  


     La multitud de medios televisivos eran el parloteo constante de un incesante desafío de preguntas incómodas. La jueza por fin entra en escena casi al mismo tiempo que Alex, que venía custodiado por dos guardias. La tensión aumenta en cuanto él clava esa mirada llena de rencor sobre mí. Un escalofrío recorre mi cuerpo y la adrenalina acelera mis latidos. En ese instante mis manos comienzan a temblar, como si cobraran vida propia. Aparté con torpeza unos bolígrafos que había sobre la mesa y me aferré con fuerza a la carpeta que contenía todas las pruebas del caso. La agitación se calmó a simple vista, sin embargo, en mi interior seguía latente. Jennifer, mi abogada, sin perder la compostura me mira de reojo y muestra un rostro compasivo al ver el estado de inquietud al que me veía sometida. Su mano se pierde bajo la mesa y acaricia mi pierna para tranquilizarme. Todo ocurre de una forma tan sutil que a la prensa se le escapan esos breves instantes.


     Un día intenso, agotador y doloroso me separaban de Alex. Era la primera vez que se atrevía a pegarme y, según dictaminó la jueza, sería la última. Hay huellas que no se borrarán por mucha distancia que la ley ponga entre ambos. Mi estado de conmoción era tal que me sentía espectadora de una pesadilla que se repetía en mi mente de forma constante. La escena de lo sucedido la semana anterior aún estaba marcada en mi piel. 


     Ya no sé quién soy. He perdido mi esencia chispeante. La niña alegre y tierna es la mujer abatida y distante que veo hoy. Un corazón lleno de miedos y desconfianza es el resultado de una relación sangrante. 


     Alex es el modelo más deseado por todas las revistas de moda. Su metro noventa y sus ojos negros son una carta de presentación a la seducción. El hombre perfecto con un encanto natural y arrollador; hoy es juzgado por un tribunal. Es un atractivo camaleón que nunca ha dejado entrever su personalidad machista y agresiva. Todo el mundo lo adora, es un experto del disfraz y el diálogo. Lo que Alex siempre ha ambicionado es lo que tiene hoy: fama, dinero y cientos de enloquecidas fans embelesadas por sus aires de Casanova. 


     Los celos, las amenazas y las peleas, han hecho de mí una marioneta agotada y moribunda. Sólo Annie, mi mejor amiga, se atrevió a cortar ese círculo insano y peligroso. Ella siempre ha velado por mi felicidad desde los primeros años de guardería hasta el día de hoy.


     Durante estos últimos meses me he estado preguntando cómo una prestigiosa modelo, capaz de encandilar a medio país con sólo esbozar una sonrisa, ha podido llevar una vida paralela al éxito en estas condiciones.


     A medida que nuestra relación se afianzaba, Alex fue desarrollando una conducta violenta, pero el punto álgido de su agresividad apareció tras mi ascenso profesional. Al principio eran actitudes imperceptibles; como unos celos adorables por ese compañero que me miró más tiempo del necesario, un director de vestuario que tuvo el detalle de arroparme con su abrigo una tarde otoñal, o incluso, por ser nombrada como una de las diez modelos más atractivas del mundo. A medida que mi triunfo se hacía patente, Alex comenzó a sentirse inseguro. El miedo a perderme lo cegó de tal forma que su único objetivo era minar mi autoestima. La fórmula ideal para retenerme. El agresor perfecto para la víctima perfecta.


     Me sentía tan tensa y rígida que parecía formar parte del mobiliario. Solté el borde de la silla, que llevaba apretando con fuerza, en cuanto escuché el martillazo de madera que la jueza asestó sobre la mesa para dictaminar sentencia. Tras el inmortal silencio, que duró unos segundos, se escuchó el revuelo de los paparazzis que se disputaban el mejor puesto para atraparme en la salida. Jennifer se levantó de su asiento pletórica de la emoción por haber ganado el juicio y me abrazó con fuerza. Ella siempre ha sido brillante en su carrera, así que no tenía ninguna duda de que sería la abogada más adecuada para defenderme en este proceso. Confiaba en ella como amiga y como profesional.


     Desde que estábamos en el instituto, Jennifer ya mostraba sus dotes de justiciera. Recuerdo una tarde de verano en la que le di calabazas a Oliver, un chico dos años mayor que yo. Oliver era el joven más irresistible de todo el instituto, no había ni una adolescente que no suspirase por sus encantos. El “no” era un monosílabo que no había escuchado en su vida, hasta que llegué yo.  Me acuerdo de ese día como si fuera ayer. Por motivos laborales de mis padres, no podía pasar el verano en la costa como todas las familias californianas, así que algunas tardes Jennifer y yo esperábamos el autobús que nos llevaba hasta la playa. Allí disfrutábamos de las horas más agradables del atardecer. Uno de nuestros días playeros,  Jennifer se encontraba indispuesta y me enteré por su hermana justo un instante antes de que pasase el autobús. Compuesta y armada hasta los dientes de bolsas, vi aparecer a Oliver presumiendo de su nuevo descapotable. Era de color negro reluciente, como recién salido del concesionario. Me vio de lejos y comenzó a sonreír al mismo tiempo que aceleraba su Jaguar. Esa conversación y lo que ocurrió a continuación las tengo grabadas en mi mente desde entonces:


     –Buenos días preciosa –dijo Oliver con aire presuntuoso.


     –Buenos días Oliver –musité un tanto tímida.


     –¿Hoy vas sola a la playa? 


     –No, en realidad me disponía a regresar a casa. Jennifer está enferma.


     –¿Te apetece pasar un día tumbada sobre la arena conmigo? –Una sonrisa pícara apareció en su cara.


     –¡Ya no deseo ir. Creo que va a ser un día con demasiado calor! –respondí mientras miraba su cabello algo despeinado.


     –Entonces puedo acercarte a casa para que no lastimes tu espalda con todo ese equipaje de campamento –insistió algo más ansioso. El objetivo era, obviamente, tenerme en su asiento. 


     Era una situación un tanto embarazosa. Decirle que no, me suponía dar una larga caminata atravesando cinco manzanas, así que saqué mis cálculos y finalmente decidí dirigirme al coche. “No tenía nada que perder”, me dije.


     Los asientos de cuero color marfil se pegaron como un atrapamoscas a mi piel. Mis cortos vaqueros blancos y mi ajustada camiseta no eran la ropa adecuada para estos deportivos de lujo. Entre el viento que me zarandeaba la melena y la música rock post moderna, apenas podía escuchar la conversación de Oliver, a pesar de todo, era agradable pasear en un descapotable.
Oliver se acercó a mi oreja y gritó una frase que me dejó dubitativa:


     –¿No te importa que pase antes por otro lugar? Debo hacer un recado urgente.


     Esa pregunta me cogió por sorpresa, pero accedí por el paseo y por la compañía.


     –Sí, tranquilo, no hay problema –vociferé para que pudiese oírme.


     A penas terminar la frase, apretó tanto el acelerador que alcanzó una velocidad que excedía con creces los límites establecidos. 

    Mis gafas de Armani comenzaron a bailar sobre mi nariz, y el pelo semienredado se afanó por no dejarme ver el paisaje.


    Cuando el lustroso Jaguar se detuvo, ya estábamos lejos del centro de Los Ángeles. Una fábrica que tenía todos los indicios de estar abandonada es lo único que pude apreciar a mi alrededor. 


     El ambiente se puso tenso y miré a Oliver con desconfianza.


     –¿Qué recado urgente tienes que hacer aquí? –pregunté con un murmullo, como si hablara conmigo misma. Era como si las cuerdas vocales hubieran decidido traicionarme.


     –Urgente es tenerte a mi lado –respondió con una expresión inquietante.


     Yo tragué saliva y comencé a respirar con dificultad. Una opresión me impedía llenar los pulmones por completo.
Oliver se giró y clavó su mirada intensa en la mía. Ambas se encontraron y el tiempo se detuvo. Se acercó con cautela y rozó con suavidad mi extensa melena apartando unos mechones enredados que se interponían entre él y mi rostro desconcertado. Su mano marcó una trayectoria descendente y acabó jugueteando con un tirabuzón revoltoso que rozaba mi hombro. La tensión se podía cortar en el aire. Yo apenas podía articular palabra y la sequedad de mi garganta sólo me dejó emitir un ligero, torpe y tembloroso balbuceo; su dedo silenció mi boca y acarició mis labios suavemente. En ese instante, sentí el descontrol de mis pulsaciones y arrítmica respiración. Oliver se percató de mi nerviosismo y esbozó una amplia sonrisa, como si tuviera el control sobre mí y yo perdiera el control sobre él; un juego de poder que parecía llevarme a un desenlace previsible. Esos minutos eternos parecían estar en mi contra. El interés por mi boca pasó a ser irrelevante y su índice comenzó a recorrer  mi garganta. Tragué saliva y tomé aire. El hecho de que mis pechos se elevaran con cada respiración lo enloqueció. Sin más dilación, apartó la tira del bikini que se interponía en su recorrido para contemplar mi hombro desnudo. Lo besó con ternura mientras una oleada de fuego subió por mi cuerpo. Él notó mi agitación y sonrió de nuevo. Sus cálidos labios descendieron hasta rozar el borde de mi camiseta. Se entretuvo saboreando con calma mi piel, deleitándose en su aroma y…, cuando ambas manos se disponían a tantear la fina tela que perfilaba mis abultados senos, de forma automática, lo aparté bruscamente y le asesté una cachetada con tanta fuerza que sentí palpitar mi mano durante unos segundos. Su respuesta fue inmediata. 


     –¡Zorra! –gritó con impotencia.


     Me quedé aturdida y desorientada. 


     Su brazo musculado pasó por mi abdomen y abrió la puerta de golpe. Casi de forma automática sentí un empujón con tanta energía que pude notar cómo se hundió una de mis costillas. El rugido del coche y el olor a gomas quemadas me dieron a entender que no quedó satisfecho.


     Y ahí estaba yo, en medio de no sé dónde, y sin saber porqué. Tirada como una colilla y rodeada de escombros y grúas oxidadas. Sólo sé que el bono de autobús que llevaba en el bolsillo me salvó la vida. Era evidente que nunca nadie había rechazado a Oliver. Era una pena que fuera tan seductor y oportunista, si no, a saber qué habría ocurrido sobre esos sillones de cuero. Yo buscaba un chico a tiempo completo, no que repartiera sus encantos con cada adolescente en apuros.  


     Una semana después, mi amiga Jennifer, muy cortésmente, acarició su maravilloso Jaguar con una afilada estaca de campamento que guardaba en su trastero. Lo dejó tan rayado como las líneas de una cebra. La vena artística no sé de dónde la había sacado; cuando quiere es muy creativa. A partir de ahí, empezó a demostrar sus dotes de justiciera. Mi ángel de la guarda hasta el día de hoy.

     Por fin salimos de la extensa sala. La prensa se abalanzó sobre los guardias de seguridad para intentar agasajarme. Los gritos y empujones eran constantes. Sus preguntas nada pudorosas mostraban el descaro de estos reporteros. Una noticia jugosa en plena portada era un suculento premio para estos insensatos.


     La limusina estaba aparcada de forma estratégica frente al Juzgado. Una ráfaga de flashes intermitentes apareció de golpe tras cruzar la puerta principal. Jennifer logró escabullirse del tumulto y se alejó cruzando la inmensa avenida. Caminamos a toda prisa dejando atrás los gritos, empujones y los abucheos de los informadores ansiosos de morbo y sensacionalismo. Annie y yo subimos a la limusina para salir de esa pesadilla infernal. Annie era la mujer que me abría los ojos y me sacudía en los momentos de ceguera. Mi amiga y psicóloga.


     –¡No lo soporto más! –grité extenuada. Me desprendí con torpeza de la agobiante cazadora con capucha que me mantuvo oculta durante toda la vista judicial. Por fin llegó el silencio; ya anhelaba aire limpio de estrés.


     –Natalie, ¿te encuentras bien? –preguntó Annie preocupada.


     –Me encuentro fatal, es la opresión que llevo dentro, no me deja respirar –confesé mientras contenía el llanto que quedó atrapado en mi garganta.

     Ya en la habitación de hotel me miré al espejo y esto es lo que pude ver: a mí misma, a la mujer que me ha acompañado durante toda la vida, no a la exitosa modelo de ojos cálidos, sino a la otra, a la que ha buscado el refugio en un hombre para poder sentirse entera, a la que la inseguridad de la soledad la ha hecho temerosa de vivir en plenitud. Esa es la mujer de la que debo desprenderme  hoy. Y con ella se irán los lujos, el glamur y un mundo colmado de falsedad y apariencia, donde la envidia y los intereses se anteponen a la sencillez y a la honestidad. Esa vida ya no me pertenece, me he dado cuenta que es la que me encadena a una sociedad sin valores.  


     Inhalé de forma intensa y profunda sintiendo por primera vez la realidad del momento; saboreando el dolor, masticando la angustia y acariciando a la niña temblorosa que llevo dentro. 


     La habitación del hotel ya no era acogedora y reconfortante. La lujosa cama cubierta por la fina colcha de seda rosa pastel ya no resultaba tan espléndida. Lo único que deseaba de ella era la caja de pastillas olvidadas esta mañana antes de salir al juzgado. Necesitaba un chute de ansiolíticos. Ahora el corazón parecía vacilante, arrítmico e inquieto, y el sudor frío me hizo recordar que las necesitaba encarecidamente.


     Para cuando Annie llegó, yo ya estaba postrada sobre la cama sollozando y envuelta por cientos de prendas disparatadas y esparcidas en todas direcciones. Las maletas a medio hacer indicaban que no tenía clara la intención de huida. Dejar atrás una vida de comodidades no era tarea fácil; sin embargo, todo este alboroto no inquietó a Annie, que permanecía impasible en la puerta, sin mediar palabra, sin mostrar un gesto que distorsionasen sus facciones limpias y aniñadas. Sus rasgos asiáticos parecían darle a su piel aspecto de porcelana fina, un rostro libre de imperfecciones. Hoy era de los pocos días que llevaba esa gorra roja desgastada que tanto me incomodaba. No era una mujer con estilo; a pesar de combinar bien los colores, tenía un gusto vulgar. Una bufanda anudada a su cuello ocultaba parte de su extensa melena negra. Y ahí estaba, de pie, como disfrazada. Un simple pantalón vaquero y una chaqueta negra la terminaban de malvestir. Parecía una estatua, inmutable y expectante que analizaba con calma el escenario del desorden.


     Una botella de vodka Damskaia daba un aroma avainillado a la habitación. La mitad de la esencia rusa ya circulaba por mis venas, mientras mis manos sujetaban, al mismo tiempo, la cortina de la cama dosel que tanto me apasionaba. La ventana entreabierta había revuelto los papeles de la reciente demanda y el frío se colaba sin pedir permiso en la cálida suite. 


     Annie se acercó con ternura y apartó de mi rostro varios mechones de cabello enredados. Era visible la marca del violento golpe que Alex había asestado sobre mi rostro. 


     –Natalie, reacciona –susurró con cariño.


     En ese instante ladeé la cara, aún estaba aturdida por la mezcla de pastillas y alcohol que me producían un ardor intenso en el vientre. En el momento en que mis ojos vislumbraron la silueta borrosa de Annie, me apresuré a deslizarme hacia el borde de la cama e incliné la cabeza para devolver el cóctel tóxico que decoró la preciosa alfombra de lana. Ella observó en silencio, aliviada, mientras contemplaba la escena. 

     Al parecer el tiempo transcurrió muy deprisa. Cuando desperté, mi mejor amiga me tenía rodeada con sus brazos mientras descansaba a mi lado. Era un gesto de ternura que necesitaba sentir. Ella siempre había tenido ese toque de empatía y comprensión que caracteriza a una brillante terapeuta. A pesar del caos y el desorden absoluto que reinaba en la habitación, lo único que podía sentir era rabia, miedo y pesar. Nunca había entendido como la venda del amor me había estrangulado con tanta fuerza. ¿Por qué nadie me había enseñado a vivir sin él?


     Sé que es una locura, pero echaba de menos a Álex, no dejaba de pensar en él. Desde luego, no es el hombre perfecto, pero sí la droga perfecta, la que hace que no pueda dejarla aunque los efectos secundarios sean devastadores. ¿Cómo superar esa adicción al desamor?  Los síntomas de abstinencia eran tan desgarradores que casi prefería morir. Deseaba estar sola, deseaba dormir día y noche, deseaba no existir. No era nada, no era nadie, que nadie me moleste, que nadie se interese por mí. ¡No quería enamorarme de nuevo! Mis pensamientos se volvieron cada vez más negativos y dementes; estaba ansiosa, con el corazón fuera de control y con una ligera opresión en el pecho que redujo mis pulmones. Era el momento de salir huyendo, era el momento de desaparecer. Con nerviosismo, logré incorporarme en la cama y sentarme en el borde. Lo único que necesitaba era inhalar todo ese aire que se resistía a entrar. 


     –¿Te encuentras bien? –escuché la voz de Annie mientras una lágrima resbalaba por mi mejilla. El dolor que se reflejó en mi cara no era fácil de ocultar. 


     –Te diría que sí,  pero a ti no podría engañarte. 


     Ella me cogió de la mano con delicadeza y aplicó una ligera presión para reconfortarme. Me miró fijamente a los ojos e hizo un comentario esperanzador: 


     –Natalie, cuando tú piensas que un muro es infranqueable, yo pienso que te has convertido en una mujer débil y sin estima. Cuando tú ves un sufrimiento interminable, yo veo superación y tiempo. Nunca creas que hay situaciones eternas, hasta el dolor tiene fecha de caducidad. –En ese instante sus delicados dedos se acercaron para acariciar mi cara y atrapar esa gota que había dejado un maquillaje imperfecto.


     Una sonrisa tímida parecía pedir permiso para aflorar, y aunque sabía que el recorrido iba a ser duro, estaba dispuesta a atravesarlo sin tener en cuenta las dificultades. El hecho de tener a alguien en el peor momento de tu vida era un regalo impagable. 

     A estas alturas la noticia de mi separación habría corrido como la pólvora por diversos estados; los periódicos y los medios televisivos estarían inundados de comentarios, debates y especulaciones sobre mi vida sentimental, y peor aún, argumentos inventados y sin sentido. Esto perjudicaría a mi vida profesional, o incluso podría ser que el escándalo diera un nuevo enfoque a mi carrera. De cualquiera de las formas, lo realmente triste era saber que, a pesar de tener un amplio círculo social colmado de amistades, en mi teléfono móvil tan sólo aparecían tres míseras llamadas: dos de mi mánager y una de Jennifer. 


     –No sólo siento tristeza, también decepción –le expresé a Annie con un suspiro inaudible–. Es en estos momentos cuando me doy cuenta de la falsedad que muestra mis supuestas amigas y compañeras de trabajo. Muchas de ellas viven para aparentar, agradar y se mueven por su propio interés. Sé que más de una estará saltando de alegría al descubrir mi situación sentimental –expresé entre sollozos–. Pero tomarme unas vacaciones no es el final –dije decidida–. Regresaré resurgida de mis cenizas, con más brillo y esplendo. ¡Doy fe de que así será!


     Pero Annie no estaba de acuerdo con esta afirmación, y así me lo hizo saber a través de sus ojos bañados en tristeza. 
–Natalie, comprendo que estés dolida, porque te has dado cuenta de una realidad que hasta ahora has llevado oculta tras una venda de insensatez. Ese mundo del que hablas, es una media realidad. Tú simplemente te has dedicado a dar brochazos a un entorno ficticio y superficial donde has sido incapaz de mirar tras las sonrisas falsas y las capas de maquillaje, que tapan algunas imperfecciones que la cirugía no ha podido ocultar. Puedes atravesar las prendas de alta costura y esa pomposidad que las rodea. Tu corazón es cálido y tarde o temprano  volverá a latir.


      –Lo sé, lo sé Annie. Debo poner los pies sobre la tierra, nunca antes habría tenido que aprender una lección tan dura en tan poco tiempo.  


     –Eres una mujer dulce, brillante, arrolladora y carismática. Sólo tienes que bajar un escalafón a tu imperio y dejar atrás ese tren de vida –dijo Annie pensativa–. Y te lo voy a mostrar, aunque tengas que empezar de cero. –Luego se levantó de la cama, y con paso decidido se acercó a mi bolso. Abrió la cremallera y pude ver cómo metía la mano rebuscando entre mis objetos personales. Al instante sacó mi cartera Gucci color rosa palo mientras yo tragaba saliva con dificultad. Dejé de respirar durante un unos segundo con la esperanza de verla dudar. Para ella era un juego, para mí la vida. En ese preciso momento mi garganta comenzó a secarse y vi como levantó el botón imantado de la solapa de cuero. No parecía vacilante cuando sacó mis dos tarjetas Visa Oro y Platino. En ese instante se creó un clima de expectación y el tiempo se detuvo. Levantó la mirada en busca de mi reacción y esbozó una sonrisa retorcida y maliciosa. Como por arte de magia cortó el duro plástico con unas tijeras que solía llevar en los viajes. Sólo pude sentir un crujido que me erizó hasta la raíz de las pestañas. Ocurrió todo tan deprisa. No podía creer lo que había hecho. Mis tarjetas, mi vida, mi estatus dividido en dos.  


     –¿¡Cómo es posible que se te haya ocurrido semejante locura!? –grité sin control– no tienes derecho a dejarme sin crédito.
–Puedes estar tranquila Natalie, no te lo he quitado, simplemente lo he aplazado, las vacaciones también serán para tus cuenta bancarias, las dejarás descansar por un tiempo.


     Un repentino temblor de manos me puso histérica, no sabía de qué forma reaccionar. Sólo que esta amarga experiencia me iba a salir muy cara.


     El timbre de la suite sonó y mi cuerpo se puso tenso mientras miré a Annie con recelo.


     –No te preocupes –dijo ella– es tu último almuerzo de princesa.


     Mi entrecejo se arrugó y empecé a farfullar mientras Annie se dirigía hacia la puerta con movimientos alegres. Es como si estuviera contenta de lo que estaba tramando. Es de los momentos que te apetecía estrangularla con esa bufanda tan mona que llevaba. 


     Escuché una breve conversación con el camarero y la puerta se cerró. Ella apareció sujetando una bandeja repleta de comida. Un solomillo al horno con salsa de almendras, una pequeña y decorativa guarnición de verduras, una copa de vino tinto español y un ligero mousse de chocolate. Un menú demasiado extenso para un estómago inapetente.


     Acercó la bandeja al salón y la colocó cuidadosamente sobre la mesita auxiliar de diseño. Era evidente que no tenía intención de quedarse, parecía buscar algo entre el desorden. Su cara reflejó una sonrisa en cuanto divisó su bolso de tela que asomaba bajo mi blusa de seda beige. Esta vez la tintorería no podría salvar mi arrugada blusa de Versace, era tan elegante y delicada, un regalo del mismísimo diseñador en vida. 


     Mis pensamientos fueron interrumpidos por los comentarios de Annie:


     –Natalie, tienes una hora y media exacta para comer, darte una ducha rápida y ponerte algo de ropa. Cuando regrese nos iremos de compras.


     ¡Compras!... la palabra mágica para subir la moral. Deseaba salir de estas paredes opresoras y volverme loca mirando escaparates y usando todos los probadores de Rodeo Drive. Definitivamente, Beverly Hills es el mejor estímulo para una mujer con estilo.  


    Desde que Annie se marchó, me incorporé y comencé la búsqueda de mis zapatillas. Miré mis pies y comprendí que hoy también era un buen día para pasar por la esteticista, necesitaba un buen masaje y una pedicura urgente. La sensación de mareo y malestar seguían ahí. El apetito no había regresado, así que me decanté simplemente por degustar el agradable vino riojano. Su aroma era exquisito. 


     Tras esa ducha a regañadientes descolgué el teléfono de la habitación:


     –Buenas tardes, habla usted con la recepción del hotel. Señorita Natalie Pow, ¿podemos ayudarla en algo?


     –Buenas tardes, necesito urgentemente un estilista, un maquillador y una peluquera. Tengo una hora para salir de mi habitación de punta en blanco.


     –No se preocupe señorita Natalie, enseguida estará el servicio en su suite.


     –Muchas gracias –dije aliviada.


     –A usted señorita, que tenga un buen día.


     Colgué el teléfono sin despedirme y me dispuse a cortar un trozo de solomillo para contrarrestar el aturdimiento que el vino suele causarme. La carne era jugosa y tierna, tenía un ligero sabor a sangre que se entremezclaba con el dulzor y la cremosidad de la salsa de almendras. 


     –Umm, deliciosa. La combinación perfecta –murmuré para mí.


     No habían pasado ni cinco minutos cuando escuché el timbre. ¡Increíble!, la eficiencia en este hotel era impecable. Cuando me decidí a abrir la puerta, pude verme reflejada en el espejo del pasillo. Mi pelo liso y mojado escurría algunas gotas de agua sobre el camisón de raso que dibujaba mi silueta. Mis ojos llorosos aún mostraban un borrón de rímel que bajaba hasta los pómulos, mis labios pálidos y mi cuerpo abatido eran la muestra viviente de que había tocado fondo. 


     Desde que di paso al grupo de profesionales sólo pude escuchar un revuelo de comentarios y expresiones de sorpresa.


     –Buenos días –dijo el estilista muy sorprendido– mi nombre es Marcelo, y disculpa mi atrevimiento; pero…chica, no voy a poder evitar tutearte. ¡Cariño, ¿qué te ha ocurrido?! Siento que te haya arrollado un tren. Ese pómulo amoratado no tiene buen aspecto –comentó con perplejidad. Seguidamente se acercó a mi oído y bajó el tono de voz– puedes estar tranquila, tú sólo preocúpate de respirar, el resto del trabajo corre de nuestra cuenta. Te aseguro que vas a salir de esta habitación deslumbrante.
Marcelo tenía ese toque afeminado que tanto me gustaba, su vestimenta extravagante, su vocabulario desenfadado y espontáneo, y esa forma de expresividad acentuada al mover sus brazos hacían una combinación perfecta con sus andares. 


     Dos palmadas fueron suficientes para reorganizar a su equipo. Sin apenas darme cuenta me encontraba de pie, en medio del salón y rodeada por una cinta métrica. Rosi y Esteban, la peluquera y el esteticista ya estaban dispuestos a hacer milagros con mi semblante triste y demacrado. 


     Marcelo me sentó en una silla y se alejó para hacer una corta llamada telefónica. Mientras tanto, diversas manos rozaban mi cara y acariciaban mi pelo. Cerré los ojos y me dispuse a sentir. Pude oler la fragancia de las cremas, los perfumes y el maquillaje; escuchar el sonido del secador afinado como un piano y algunas conversaciones que no podía identificar. Era una situación muy agradable. Esa sensación de dejarte cuidar. 


     De nuevo, el timbre interrumpió mi estado de armonía. No habían pasado ni cuarenta minutos y ya tenía al servicio de vestuario entregando a Marcelo un conjunto de Prada perfectamente diseñado a mi medida. Lo podía ver a través del envoltorio transparente plastificado. También sostenía una bolsa que contenía unos elegantes zapatos de Luis Vuitton y una gargantilla de brillantes a juego con unos pendientes recatados. 


     Estaba fascinada, este estímulo de percepciones agradables me hicieron olvidar por un momento a Álex y sus excentricidades. Ahora era yo la protagonista de esta película. 


     Todo había cambiado con tan sólo sentirme guapa y mujer de nuevo. Mi perspectiva de la vida era esperanzadora, lo malo es que siempre duraba las horas justas hasta que me daba cuenta del vacío que tenía dentro, ese que no se llena con comida. El vacío de afecto y de amor, de apego y nostalgia. De todas formas iba a disfrutar este presente hasta que el mundo mágico de hadas se derrumbara, como suele ocurrir con una torre de naipes que colocas con ilusión. Ahora era feliz, era mi momento, y quería que el espejo me lo confirmase también.

 
     Cuando la ropa se ajustó a mi cuerpo para realzar mi figura y los complementos ofrecieron ese toque de distinción, comencé a dar cautelosos pasos hacia el grandioso espejo de la habitación. Sólo tuve la opción de quedarme muda, y como bien había dicho Marcelo antes, de respirar. No podía articular palabra. No sólo vi a una diosa, vi a la modelo sofisticada y elegante que era. Me reencontré a mí misma de nuevo.


     –¡Fabulosa! –aplaudió Esteban emocionado.


     Marcelo gimió y se tapó la boca con ambas manos para evitar ponerse histérico. Pero Rosi tuvo que gritar, no pudo contenerse, estaba tan orgullosa de su obra, esa melena rubia ensortijada que caía como una cascada por toda la espalda.


      –¡Te adoro, eres perfecta! –dijo Rosi– he guardado la compostura durante todo el proceso de peluquería, pero ya no aguanto más. ¡Eres una modelo fantástica!, y ahora que he tenido el placer de tenerte, de tocarte y de verte, lo reafirmo aún más. Cuando le diga a mi hija a quien he peinado hoy se desmaya, así que, si no es indiscreción, te pido un autógrafo para darle una sorpresa.
Toda esta situación era muy emocionante. Felicité a Rosi:


     –Eres brillante, tienes unas manos prodigiosas. Enhorabuena. 
Felicité a Esteban:


     –Eres un mago del maquillaje, sabes cómo satisfacer a una mujer. ¡Oh, sí! –dije alargando las vocales.
Se escucharon risas y aplausos. Todos alegres y orgullosos. 


     Y tú Marcelo, eres el artista de los estilistas, el Zeus del diseño. Tu perfeccionismo es envidiable. ¡Felicidades!


     –Y mientras me dirigía al bolso en busca de una foto de portada para entregársela firmada a Rosi, continué diciendo:
     –No quiero salir de esta habitación sin una tarjeta con sus números de teléfono, porque no sólo los voy a recomendar, sino que los voy a contratar para cada acto público en el que participe. 


     Los tres aclamaron satisfechos y emocionados.

     Después de la despedida y del silencio que quedó repentinamente en la atmósfera, decidí recrearme de nuevo en el espejo. Me fijé mucho en las pestañas infinitas que me había puesto Esteban, definían aún más mis ojos verdes y mi mirada era arrolladoramente sexy. Los pómulos ligeramente ruborizados y los labios de un rojo explosivo resaltaban mis rasgos femeninos. La falda de tubo negra con una combinación de trazos color zafiro, modelaba las caderas y la cintura, al mismo tiempo que marcaban las curvas. La blusa de manga baja a juego era ajustada y de cuello amplio, el borde del escote dejaba entrever mis insinuantes pechos, era tan fina que parecía sentirla como mi propia piel. Al caminar, los vertiginosos zapatos Vuitton me proporcionaban una elegancia refinada. No podía estar más satisfecha si no hubiera sentido la presencia de Annie.
Annie se quedó de piedra tras el espejo, pude ver su rostro de asombro y decepción. 


     –Natalie, ¿cuál es tu concepto de “date una ducha rápida y ponte algo de ropa”? No recuerdo haber dicho que nos íbamos a una cena de gala. 


     –¿Tú viste a quién dejaste tumbada sobre la cama y a quién te encuentras ahora? ¿De veras te resulta agradable verme moribunda? –le reproché con ironía.


     –Bueno, el control de tu recuperación está en mis manos, así lo acordamos. Y cuando yo dije que necesitas un cambio, es todo lo contrario de lo que acabo de encontrarme al llegar a la habitación –afirmó Annie algo alterada–.  Desde el día de hoy tu vida comenzará a moverse hacia delante, que es una dirección diferente de la que has estado llevando hasta ahora. No hay nada que quede atrás que pueda interesarte. Y si el destino te hiciera regresar a esta ciudad, seguirás avanzando hacia adelante. Los recuerdos se quedarán en el lugar que les pertenece, el pasado; y en el pasado no hay nada interesante para ti. 


     Era evidente que Annie se estaba tomando muy en serio mi separación con Alex, le prometí que haría lo que fuera necesario para volver a recuperar mi amor propio y mi dignidad, así que estaba dispuesta a obedecerla aunque me enviase directa al mismísimo infierno.


–Lo único que puedo hacer por ti como amiga…es sacarte una foto para que tengas un agradable recuerdo de tu pasado –añadió con esa sonrisa burlona y divertida.

CONTINUARÁ…

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